Saltar al contenido principal

Kled

El Jinete Cascarrabias

Crest

La historia más antigua sobre Kled se remonta a los inicios del imperio, en la Batalla de Drugne. En las colinas polvorientas de aquellas tierras baldías, la Primera Legión huía de una horda de bárbaros. La moral de los hombres no estaba muy alta, pues habían perdido las dos batallas anteriores, y en su retirada, el ejército había tenido que dejar atrás los suministros.

La Legión estaba comandada por una pandilla de nobles adinerados, todos protegidos por impecables armaduras doradas. Mostraban más preocupación por su apariencia y por las habladurías de los de su clase que por los hombres bajo su mando. Peor aún, aquellos comandantes, por muy diestros que fueran en el asesinato o en los torneos, habían demostrado su ineptitud en el campo de batalla. Con lo que quedaba del ejército rodeado por las fuerzas enemigas, los nobles ordenaron a la Legión que se apostara en un círculo defensivo con la esperanza de negociar un rescate para ellos.

Entonces, justo cuando amanecía, la misteriosa figura de Kled apareció en la cima de una colina cercana y contempló el campo de batalla desde esa posición de ventaja. Iba a lomos de Skaarl, un dragarto inmortal del desierto. El reptil se posó sobre sus patas traseras; sus dos extremidades delanteras brotaban de su cabeza con forma de grandes orejas, colgando con signo de arrepentimiento, como un mozo al que se le cayera una bandeja de viandas al suelo.

El jinete solitario se puso de pie sobre la silla de su montura. Su arma estaba oxidada, su armadura, raída y su ropa hecha jirones, pero su ojo bueno transmitía una furia implacable.

'¡Les doy hasta tres para que se larguen de mis tierras!', dijo, pero en vez de esperar una respuesta o contar hasta tres, espoleó a su montura y se lanzó a la carga con gritos frenéticos.

Desesperados, hambrientos y furiosos con los nobles, los soldados sintieron cómo los gritos de Skaarl avivaban su cólera. El ejército siguió a Kled y Skaarl, y se abrieron paso hasta el centro de la formación enemiga.

Aquella batalla fue la más sangrienta que la Legión había luchado hasta la fecha. El éxito inicial del ataque sorpresa comenzó a extinguirse cuando las fuerzas de la legión fueron flanqueadas por el resto de bárbaros. La batalla se volvía otra vez contra los noxianos, y con tantos enemigos por todas partes, Skaarl entró en pánico, lanzó a Kled al suelo y abandonó la pelea. Al igual que la lagartija, las fuerzas noxianas comenzaron a titubear y flaquear. Pero, en el centro de la trifulca, Kled siguió luchando, cortando miembros, pateando traseros y mordiendo caras.

Alrededor de Kled había ya un montón de cuerpos amontonados, y sus ropas estaban empapadas de sangre. A pesar de la gran cantidad de bárbaros de los que había dado cuenta con su larga hacha, la marea tenaz lo empujó hacia atrás. Entonces se puso a proferir insultos cada vez más groseros y a gritarlos con todas sus fuerzas. Estaba claro que el yordle prefería morir antes que retroceder.

El coraje y la cobardía se contagian con la rapidez de una plaga. Cuando los Legionarios vieron la determinación de Kled, se forzaron a continuar. Incluso Skaarl dejó de correr y se giró para contemplar el último contraataque de la Legión.

Entonces, justo cuando la línea noxiana se rompía y Kled caía al suelo debido a la gran cantidad de atacantes, el dragarto volvió y se lanzó contra los bárbaros. Se abrió paso hasta su maestro a gruñidos y a zarpazos. Tras haber recuperado a su montura, Kled se convirtió en un verdadero torbellino de la muerte, y entonces fueron los bárbaros quienes huyeron despavoridos.

En aquella victoria fueron muy pocos los supervivientes noxianos, pero fue una victoria bien ganada. Las tribus de Drugne fueron derrotadas, y sus tierras se anexaron al imperio. Nunca se encontró ni rastro de los nobles ni de sus armaduras.

Con el tiempo, la mayoría del resto de legiones del imperio fueron viviendo historias similares con Kled, una prueba de que la derrota no es definitiva mientras haya un coraje demencial. Se dice que cabalga a dondequiera que vayan las legiones y que reclama los botines de guerra y las tierras para él y Skaarl.

Muchos noxianos dudan de la veracidad de estas historias. Pero en cualquier lugar donde haya estado la legión se pueden ver por doquier carteles de ''Propiedad de Kled''.

Crest

Las estepas del norte no son lugar para tipejos perfumados. Son tierras duras. Allí solo hay bandidos bárbaros, hierba venenosa y vientos helados. Para sobrevivir, hay que comer rocas y cagar lava. Y yo soy el tipo más duro, despiadado y asesino de la zona. Así que supongo que las llanuras son solo mías.

“¿Pero... cómo fue que terminé aquí? ¿Y por qué estoy aquí solo con esta lagartija tonta?”, digo en voz alta.

Skaarl me responde desde la roca en la que está tomando el sol. Sus escamas son de metal oscuro con brillos de oro. Nada puede romper la piel de esta lagartija. He visto a una espada partirse contra una de sus patas.

Pero sus pedos apestan que da miedo.

“Te estoy llamando cobarde. ¿Tienes algo que decir?”

“Greefrlarg”, dice mirándome, entre bostezos.

“¡Era solo un pájaro! No más grande que mi mano. Y te largaste sin decir más... ¡eres un animal tonto y estúpido!

“Greef...¿rglarg?”, me pregunta Skaarl mientras aleja las moscas.

“¡Buena respuesta! Sí, qué gracioso, ¿no? ¡Ja, ja, ja! ¡Estoy harto de tus alardes irrespetuosos! Debería dejarte aquí. A tu suerte. Morirías de soledad. No sobrevivirías ni un día sin mí.”

Skaarl apoya la cabeza en la roca otra vez.

Es como hablarle a una pared. Debería perdonarla... pero entonces, claramente para burlarse de mí, su esfínter chisporrotea con fuerza y se tira un sonoro pedo. El olor me golpea como un sartenazo en la cara.

“¡Hasta aquí llegamos, desgraciada!” Tiro al suelo el sombrero apestado y me largo del campamento, y juro que ya no quiero saber nada de ese dragarto del demonio. Pero ese era mi sombrero bueno, así que vuelvo para recogerlo.

“Muy bien, sigue durmiendo, holgazana”, le digo mientras me alejo. “¡Yo patrullaré!”

Solo por estar a diez lunas de distancia de la granja más cercana no te salvas del patrullaje. Estas tierras son mías. Y haré que sigan siéndolo. Con o sin la ayuda de ese lagarto traidor.

Cuando llego a las colinas, el sol ya se está poniendo. A esta hora del día la luz te juega malas pasadas. Una vez conocí a una serpiente que solo hablaba de repostería. Pero resulta que no era una serpiente, sino la sombra de una roca.

Qué mal. Con lo mucho que sé de postres. Por lo menos cuando me acuerdo de lo que son. Ya hace años desde la última conversación que tuve sobre el tema.

Justo cuando iba a tomar un trago de jugo de hongos y a explicarle a la serpiente mi opinión al respecto... los escucho.

Dracánidos aullando y resoplando. Es el sonido que suelen hacer cuando cuidan de un rebaño de elmarks. Y si hay elmarks, significa que hay humanos. Y los humanos son intrusos.

Me subo sobre una roca cercana y miro hacia el norte.

En esa dirección, parece que todo está en orden en las colinas y las praderas. Podría ser que los sonidos estuvieran solo en mi cabeza, causados por el jugo de hongos... pero entonces miro al sur.

Y ahí están, a medio día de camino de mi colina. Trescientos elmarks pastando. Pastando en mis tierras.

Los dracánidos están alrededor de la manada, pero no hay ningún caballo. Solo algunos humanos, que se desplazan a pie junto a los animales. A los humanos no les gusta caminar. Así que no hace falta ser un genio para saber que seguramente formen parte de un convoy más grande. Claro, soy un genio. Ha sido una deducción fácil.

Eso hace que me hierva la sangre. Porque significa que hay más de esos malditos intrusos arruinando mi tranquilidad. Justo cuando iba a tener una buena conversación sobre repostería con aquella serpiente.

Un sorbo más de jugo de hongos y vuelvo al campamento.

“¡Despierta, lagartija!”, le digo mientras preparo la silla de montar.

Ella levanta la cabeza, con un gruñido a modo de respuesta, y sigue estirada en la hierba.

“¡Levántate! ¡Levántate! ¡LEVANTATE!”, le grito. “Hay unos intrusos invadiendo la pacífica serenidad del paisaje.”

Me mira con expresión neutra. A veces me olvido de que no me entiende cuando le hablo.

Me aseguro de que la silla esté bien fija. “¡Hay humanos en nuestras tierras!”

Ahora parece más agitada. Humanos. Esa palabra sí que la conoce. Me monto sobre la silla.

“¡Por esos humanos!”, grito a la vez que señalo hacia el sur, pero la bestia cobarde va y tira para el norte.

“¡No, No, NO! ¡No es por ahí! ¡Es por acá!”. El bicho me obliga a forzarlo con las riendas en la dirección adecuada.

“¡Greefrglaaarg!”, grita y sale hecha un rayo. En un instante, va que vuela. Tanto que hasta se me cierran los ojos. La hierba alta me latiguea las piernas, y vaya que duele. Detrás de nosotros, se alza una nube de polvo. Caminando habría tardado medio día, y con la montura no me da tiempo ni a atarme bien el sombrero.

“¡Greefrglord!”, asegura el dragarto.

“¡Pero no seas así! ¿No decías anoche que querías compañía?

Para cuando llegamos junto a la horda, el sol ya comienza a esconderse detrás del horizonte. Nos estamos acercando al campamento humano, así que hago que Skaarl vaya más despacio. Encendieron una hoguera y tienen un estofado al fuego.

“Alto ahí, forastero. Muéstranos las manos antes de acercarte más”, dice un humano con sombrero rojo. Supongo que es su líder.

Aparto las manos de las riendas lentamente. Pero, en vez de levantarlas, saco el hacha.

“Creo que no me has entendido bien, anciano”, comenta el humano del sombrero rojo. Sus compañeros preparan las armas: espadas, lazos y una docena de ballestas.

“Greefrglooorg”, insiste Skaarl, que ya quería largarse.

“Todo bajo control”, le digo antes de centrarme en los humanos. “No me impresionan sus armas de ciudad. Este es mi único aviso. Lárguense de mis tierras. Si no...”

“¿Si no, qué?”, pregunta un humano más joven.

“Será mejor que sepan con quién se están metiendo”, respondo. “Esta es Skaarl. Es un dragarto. Y yo soy Kled, Alto Almirante de la Segunda Legión de Artillería de Vanguardia, Multiplicación de Caballería.”

Algunos de los humanos sueltan una risita. Ahora aprenderán, nomás termine de hablar.

“¿Y qué te hace pensar que estas tierras son tuyas?”, pregunta el humano del sombrero rojo, sonriendo con sorna.

“Son mías. Se las quité a los bárbaros.”

“Son propiedad de Lord Vakhul. Se las concedió el Alto Mando. Le pertenecen por dispensación legítima.”

“¡Uy, el Alto Mando! ¿Por qué no lo habías dicho antes?”, pregunto y escupo al suelo. “La única ley que los noxianos de verdad respetan es la del más fuerte. Por mí pueden tener estas tierras. Si es que me las pueden quitar, claro.”

“Será mejor que te largues con tu poni mientras puedas.”

A veces se me olvida que los humanos no nos ven como nosotros los vemos a ellos. Pero ahora sí me colmaron la paciencia.

“¡A LA CARGAAA!”, grito y tiro de las riendas. El dragarto arranca y corremos hacia ellos. Quería responderles algo ingenioso, pero me adelanté a mí mismo.

Los humanos disparan la primera oleada, pero Skaarl levanta las orejas. Son como abanicos de bronce gigantes, y nos protegen de los proyectiles, que rebotan al chocar con su piel impenetrable.

Ella suelta un feliz gruñido, y sigue avanzando hacia el líder del campamento y su sombrero rojo. Las espadas chocan contra Skaarl con un ruido metálico. Mientras tanto, yo convierto a dos de los humanos en confeti con mi hacha. El líder es bastante ágil. El tipo esquiva mi ataque agachándose. Disparan una segunda oleada de proyectiles de ballesta.

Skaarl ruge, asustada. Será inmortal e inmatable, pero cómo se asusta la condenada. Ya se sabe, los bichos mágicos tienen sus cosas.

Tiro de las riendas otra vez y volvemos hacia el resto de humanos. Todos caen con facilidad, pero el del sombreo rojo es más duro que los demás. Consigo darle un hachazo, pero rebota contra su pesada coraza. Lo sintió, de cualquier modo.

Entonces, se dispara la balista. El proyectil es grande como un carro. Impacta de lleno sobre Skaarl, y hace que caigamos al suelo y mi hacha acabe por ahí rodando. Skaarl está bien. Pero me echa de la silla y sale corriendo hacia las colinas.

“¡Si serás desagradecida! ¡Si ya teníamos a esos frazalotes justo donde los queríamos!” Quería soltar más insultos, pero las palabras se me comenzaron a trabar.

Me pongo de pie. Tengo la cara llena de hierba y polvo. Tiro el sombrero al suelo, y me concentro en el hombre que tengo delante de mí, el del sombrero rojo.

Detrás de él, en la colina cercana, hay un centenar de humanos. Guerreros vestidos de hierro y una balista montada sobre un carro. Parece que se ha traído casi a toda la legión con él.

“¡Malditos intrusos escurridizos!”, grito.

“No pareces gran cosa,' dice, 'pero imagino que eres tú el que le ha estado dando tantos problemas a Lord Vakhul”, comenta el hombre.

“Vakhul no es un verdadero noxiano. ¡Su señoría puede besar el guardabarros arrugado de mi lagarto!”

“Puede que te deje vivir como gladiador para Lord Vakhul. Pero solo si aprendes a cerrar el pico.”

“¡Te voy a arrancar los labios y me voy a limpiar el trasero con ellos!”, respondo.

Parece que no le ha gustado, porque tanto él como el centenar de hombres corren hacia mí con las manos en alto. Podría correr. Pero yo nunca corro. Si quieren mi muerte, la pagarán cara.

Sombreritos es rápido. Está encima de mí antes de que yo tenga tiempo de recuperar el arma del suelo. Él alza la espada, dispuesto a dar el golpe final. Pero yo todavía tengo mi pistola oculta.

Y el fogonazo lo envía al suelo. El retroceso también me envía hacia atrás a mí. Me recupero dando tumbos. El disparo me ha dado algo de tiempo. Pero no demasiado.

Los guerreros se acercan. Espadas en mano, listas. Parece que de esta no me salvo. Al carajo, si va a ser mi última batalla, que sea de las buenas.

Me quito el polvo, y entonces llegan los hombres y comienzan los ataques. Me los estoy cargando de lo lindo, pero no sin salir ileso. El esfuerzo y la pérdida de sangre comienzan a agotarme.

Los guerreros de hierro cargan hacia mí entonando su grito de guerra. Se separan en dos grupos, preparan una de sus maniobras. Quieren dejarme planchado entre el metal de sus armaduras, más plano que una moneda noxiana.

Maldita sea.

De esta no salgo vivo...

Un momento, ¿qué ven mis ojos? El amigo más leal y confiable que un bastardo como yo podría llegar a merecerse.

Skaarl.

Viene hacia mí más rápido que el viento. Nunca la había visto correr así. Un nubarrón de polvo se alza tras ella. Mi hermosa lagartija incluso recogió mi sombrero antes de venir a mi encuentro. Voy hacia ella justo en el instante previo a ser aplastado por las negras armaduras.

Salto sobre la silla de montar, y rodeamos a los guerreros de hierro. Ya tendremos tiempo de cargárnoslos después de acabar con la balista.

“Hace bastante que tú y yo no nos merendamos a un ejército entero juntos”, digo.

“Greefrglarg”, responde Skaarl, de lo más contenta.

“Yo te sigo, compañerita”, digo con una sonrisa más amplia que la de un croxagor.

Porque a nada en este mundo le tengo más cariño que a mi dragarto preferido.

Crest
debrisdebrisdebrisdebrisdebrisdebrisdebrisdebrisdebrisdebris
Inicio